No sé. Hoy fui silente hasta el hartazgo.
Me hablaba el amigo de lo míseros que son los días
cuando hay que drogarse para salir a caminar,
del vértigo en el andén de los trenes,
de la soledad y la angustia,
la pulsion frenética
obligando en cada respiro a cesar en los intentos.
Yo quería decirle que se dejara caer,
que poco quedaba,
que quizás los cajones acogen más que la gente,
que la soledad se extingue en el sueño
y la angustia es algo lejano,
un recuerdo vago
en la seda constante de los gusanos devorándolo a uno.
No sé. Yo quería decirle que me haría feliz
saber de su muerte,
su verdadero vértigo alimentado a los pies de un tren,
ya más libre.
¡Tan abrasador era el deseo mío y sin embargo mudo,
preso al silencio respetuoso por tragedia ajena!
Quería creer que
el amigo hablaba a alguien que no era yo,
a alguien más vacío, o menos católico.
Yo no quería el mal del tiempo en la espalda
de un hombre frágil y soñador. No quería.
Mientras él hablaba, yo paseaba
por la historia del verbo:
cómo es que uno le dice a un amigo que lo mejor es quitarse la vida,
me instigaba a que
no es humano romper esos muros con palabras,
querer entregar gratuitamente el deseo de apagar a otro ser
tan sólo con la boca.
Aún no sé bien cómo fue,
Pero, sin mediar aviso,
aún paseando,
le clavé la muerte:
respiramos el alivio,
cantamos una canción de victoria sobre el mundo.
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